
Espiando fideos se topó, en la espesura nutritiva tan recalcitrantemente impuesta, con la líquida sorpresa en forma de sonrisa que le devolvió el fondo del plato. Intrigado, se afanó en apartar las finas y blancuzcas formas de pasta para desbrozar la superficie de porcelana, empresa harto difícil de llevar a cabo, pues la amalgama blanca y caliente que tan laboriosamente separaba volvía a resbalar como un alud impertinente por la pendiente de la cuchara.
No cejó en su empeño, la sonrisa estaba ahí, a unos centímetros, asomándose burlona en el abismo. Tanto empeño puso en escudriñar, que poco a poco fue inclinándose sobre aquel mar, amarillo y humeante como el cráter de un volcán, y, sin darse cuenta, acabó zambulléndose en pos de la sonrisa misteriosa.
Le sorprendió que la calidez del líquido no se tradujera en pegajosidad. De hecho, la sensación era bastante placentera. Exceptuando los fideos que, como gigantescos bancos de peces, lo cegaban a cada brazada, nunca se había sentido tan cómodo. Comenzó a sumergirse más y más, buscando la sonrisa misteriosa...
-Paco, dale un pescozón al niño, que se está quedando dormido encima de la sopa. No, no me mires así Paco, que con tanta cabezada, en una de ésas me rompe el plato y me deja la vajilla art déco sin un servicio, y eso sí que no, Paco, eso sí que no.
Me recuerda a las -mucho menos estilosas- patatas fritas nadando en mayonesa (mahonesa).
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