Desde joven, a
Eratóstenes la finitud de los espacios entre números primos se le
antojó cruel y despiadada, pero ¿aleatoria? En modo alguno. No en
vano, las soledades son vanos amargos que, aun inesperados, despiden
un regusto inevitable a predestinación y anticipo. Observó el de
Cirene que la distancia, numérica, física, aritmética, entre tan
singulares dígitos, lejos de resaltar sus particularidades, los
condenaba a un papel de anodinos figurantes en el grandioso baile concebido por la unidad, ese ente indivisible, único,
uno, el coreógrafo capaz de acompasar las piruetas de tan vasta
compañía danzante. Todos, genuinos, inusualmente íntegros en la
inexactitud de su belleza, pero doblegados ante la apabullante
simplicidad del primero de la fila. Piedras preciosas consumiéndose
en un desierto de pares mediocres.
Eratóstenes cogió una
naranja y la partió por la mitad. Tenía hambre. El corte le
permitía ver la sección de ocho gajos casi idénticos, adosados
entre sí, formando un todo esférico, compacto y giratorio. Sin
embargo, no dejaban de ser ocho. La clave de la soledad no está en
la distancia, se dijo.
la soledad frente a la maravillosa perfección de la naturaleza, eso nunca va a cambiar, por mucho que alguien se empeñe en lo contrario.
RispondiEliminaun besito!