
El sol se ponía lentamente tras las ocres curvas del desértico horizonte cuando espoleó a su caballo con rabia y le dio la espalda. Los cascos resonaron rítmicamente contra el yermo suelo, pisoteando raquíticos yerbajos, mientras la respiración del animal se confundía con los sollozos del jinete. A lo lejos aún podían escucharse tambores de guerra, cantos tribales de victoria y locura, de duelo y desgarro, mezclados con los gemidos de los heridos, que yacían por doquier en un amasijo infame de cuerpos, armas, barro.
La batalla había comenzado casi por inercia, con desgana incluso, como todas las cosas inevitables e indeseables que hacen los hombres impulsados por su propia naturaleza incoherente. Había visto miradas febriles volverse vidriosas sólo con un movimento de su mano. Había olido cómo el miedo del adversario se tornaba en una suerte de éxtasis al tiempo que los refuerzos enemigos se abalanzaban sobre él y los suyos, los invasores, los civilizados. El vello de la nuca se erizó al darse cuenta de que no habá vuelta atrás, y nunca la habría. Había bramado de rabia y furia, superado por el estupor de verse obligado a matar para morir. Nadie que lucha a vida o muerte vuelve a comprender ninguna de las dos.
Las lágrimas rodaron por aquel rostro agrietado de polvo, sudor y amargura. Los ojos que antaño avistaran tierras inhóspitas por primera vez, o se cerraran estremecidos de placer entregándose al frenesí de los sentidos, eran incapaces de alzarse desafiantes. Ya nada merecía la pena. Tantos años de preceptos de panfleto y folletín habían acabado por forjar en su interior la coraza de los escépticos, de los desengañados. Y su vida le pareció entonces una pérdida de tiempo en pos de ideales que quizá nuunca habían existido ni habían de existir. Lo único que importaba, pensó mientras galopaba hacia la negrura más absoluta en dirección a la parada de diligencias más cercana, era huir. Y no volver la vista. Que la Historia dijera lo que quisiese, él no quería seguir siendo su testigo.
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